EDUCACIÓN SECUNDARIA
miércoles, 10 de diciembre de 2014
jueves, 13 de noviembre de 2014
miércoles, 29 de octubre de 2014
Chega o Samaín
Chegou o Outono, e con el, o tempo da vendimia, das castañas, das longas noites de choiva, vento e frío. Pero tamén é o tempo do SAMAÍN, un tempo de tradicións e sobre todo, de medo, de moito medo.
lunes, 27 de octubre de 2014
ANTOLOGÍA DE TEXTOS DEL REALISMO Y EL NATURALISMO
ANTOLOGÍA DE TEXTOS: REALISMO Y
NATURALISMO
GUSTAVE FLAUBERT
Madame Bovary
Pero al verse en el espejo se asustó
de su cara. Nunca había tenido los ojos tan grandes, tan negros ni tan
profundos. Algo sutil esparcido sobre su persona la transfiguraba. Se repetía:
«¡Tengo un amante!, ¡un amante!», deleitándose en esta idea, como si sintiese
renacer en ella otra pubertad. Iba, pues, a poseer por fin esos goces del amor,
esa fiebre de felicidad que tanto había ansiado. Penetraba en algo maravilloso
donde todo sería pasión, éxtasis, delirio; una azul inmensidad la envolvía, las
cumbres del sentimiento resplandecían bajo su imaginación, y la existencia
ordinaria no aparecía sino a lo lejos, muy abajo, en la sombra, entre los
intervalos de aquellas alturas. Entonces recordó a las heroínas de los libros
que había leído y la legión lírica de esas mujeres adúlteras empezó a cantar en
su memoria con voces de hermanas que la fascinaban. Ella venía a ser como una
parte verdadera de aquellas imaginaciones y realizaba el largo sueño de su
juventud, contemplándose en ese tipo de enamorada que tanto había deseado.
Además, Emma experimentaba una satisfacción de venganza. ¡Bastante había
sufrido! Pero ahora triunfaba, y el amor, tanto tiempo contenido, brotaba todo
entero a gozosos borbotones. Lo saboreaba sin remordimiento, sin preocupación,
sin turbación alguna.
GUY DE MAUPASSANT
“Fue un sueño”
¡La había amado locamente! ¿Por qué
se ama? ¿Por qué se ama? Cuán extraño es ver un solo ser en el mundo, tener un
solo pensamiento en el cerebro, un solo deseo en el corazón y un solo nombre en
los labios... Un nombre que asciende continuamente, como el agua de un
manantial, desde las profundidades del alma hasta los labios, un nombre que se
repite una y otra vez, que se susurra incesantemente, en todas partes, como una
plegaria. Voy a contaros nuestra historia, ya que el amor sólo tiene una, que
es siempre la misma. La conocí y viví de su ternura, de sus caricias, de sus
palabras, en sus brazos tan absolutamente envuelto, atado y absorbido por todo
lo que procedía de ella, que no me importaba ya si era de día o de noche, ni si
estaba muerto o vivo, en este nuestro antiguo mundo. Y luego ella murió. ¿Cómo?
No lo sé; hace tiempo que no sé nada. Pero una noche llegó a casa muy mojada, porque
estaba lloviendo intensamente, y al día siguiente tosía, y tosió durante una
semana, y tuvo que guardar cama. No recuerdo ahora lo que ocurrió, pero los
médicos llegaron, escribieron y se marcharon. Se compraron medicinas, y algunas
mujeres se las hicieron beber. Sus manos estaban muy calientes, sus sienes
ardían y sus ojos estaban brillantes y tristes. Cuando yo le hablaba me
contestaba, pero no recuerdo lo que decíamos. ¡Lo he olvidado todo, todo, todo!
Ella murió, y recuerdo perfectamente su leve, débil suspiro. La enfermera dijo:
“¡Ah!” ¡y yo comprendí!¡Y yo comprendí! Me consultaron acerca del entierro pero
no recuerdo nada de lo que dijeron, aunque sí recuerdo el ataúd yel sonido del
martillo cuando clavaban la tapa, encerrándola a ella dentro. ¡Oh! ¡Dios
mío!¡Dios mío!¡Ella estaba enterrada! ¡Enterrada! ¡Ella! ¡En aquel agujero!
Vinieron algunas personas... mujeres amigas. Me marché de allí corriendo. Corrí
y luego anduve a través de las calles, regresé a casa y al día siguiente
emprendí un viaje. Ayer regresé a París, y cuando vi de nuevo mi habitación -
nuestra habitación, nuestra cama, nuestros muebles, todo lo que queda de la
vida de un ser humano después de su muerte -, me invadió tal oleada de
nostalgia y de pesar, que sentí deseos de abrir la ventana y de arrojarme a la
calle. No podía permanecer ya entre aquellas cosas, entre aquellas paredes que
la habían encerrado y la habían cobijado, que conservaban un millar de átomos de
ella, de su piel y de su aliento, en sus imperceptibles grietas. Cogí mi
sombrero para marcharme, y antes de llegar a la puerta pasé junto al gran
espejo del vestíbulo, el espejo que ella había colocado allí para poder contemplarse
todos los días de la cabeza a los pies, en el momento de salir, para ver si lo
que llevaba le caía bien, y era lindo, desde sus pequeños zapatos hasta su
sombrero. Me detuve delante de aquel espejo en el cual se había contemplado
ella tantas veces... tantas veces, tantas veces, que el espejo tendría que
haber conservado su imagen. Estaba allí de pie, temblando, con los ojos
clavados en el cristal - en aquel liso, enorme, vacío cristal- que la había
contenido por entero y la había poseído tanto como yo, tanto como mis
apasionadas miradas. Sentí como si amara a aquel cristal. Lo toqué; estaba
frío. ¡Oh, el recuerdo! ¡Triste espejo, ardiente espejo, horrible espejo, que
haces sufrir tales tormentos a los hombres! ¡Dichoso el hombre cuyo corazón
olvida todo lo que ha contenido, todo lo que ha pasado delante de él, todo lo
que se ha mirado a sí mismo en él o ha sido reflejado en su afecto, en su amor!
¡Cuánto sufro! Me marché sin saberlo, sin desearlo, hacia el cementerio.
Encontré su sencilla tumba, una cruz de mármol blanco, con esta breve
inscripción: «Amó, fue amada, y murió.»¡Ella está ahí debajo, descompuesta!
¡Qué horrible! Sollocé con la frente apoyada en el suelo, y permanecí allí
mucho tiempo, mucho tiempo. Luego vi que estaba oscureciendo, y un extraño y
loco deseo, el deseo de un amante desesperado, me invadió. Deseé pasar la
noche, la última noche, llorando sobre su tumba. Pero podían verme y echarme
del cementerio. ¿Qué hacer? Buscando una solución, me puse en pie y empecé a
vagabundear por aquella ciudad de la muerte. Anduve y anduve. Qué pequeña es
esta ciudad comparada con la otra, la ciudad en la cual vivimos. Y, sin
embargo, no son muchos más numerosos los muertos que los vivos. Nosotros
necesitamos grandes casas, anchas calles y mucho espacio para las cuatro
generaciones que ven la luz del día al mismo tiempo, beber agua del manantial y
vino de las vides, y comer pan de las llanuras. ¡Y para todas estas
generaciones de los muertos, para todos los muertos que nos han precedido, aquí
no hay apenas nada, apenas nada! La tierra se los lleva, y el olvido los borra.
¡Adiós! Al final del cementerio, me di cuenta repentinamente de que estaba en
la parte más antigua, donde los que murieron hace tiempo están mezclados con la
tierra, donde las propias cruces están podridas, donde posiblemente enterrarán
a los que lleguen mañana. Está llena de rosales que nadie cuida, de altos y
oscuros cipreses; un triste y hermoso jardín alimentado con carne humana. Yo
estaba solo, completamente solo. De modo que me acurruqué debajo de un árbol y
me escondí entre las frondosas y sombrías ramas. Esperé, agarrándome al tronco
como un náufrago se agarra a una tabla. Cuando la luz diurna desapareció del
todo, abandoné el refugio y eché a andar suavemente, lentamente,
silenciosamente, hacia aquel terreno lleno de muertos. Anduve de un lado para
otro, pero no conseguí encontrar de nuevo la tumba de mi amada. Avancé con los
brazos extendidos, chocando contra las tumbas con mis manos, mis pies, mis
rodillas, mi pecho, incluso con mi cabeza, sin conseguir encontrarla. Anduve a
tientas como un ciego buscando su camino. Toqué las lápidas, las cruces, las
verjas de hierro, las coronas de metal y las coronas de flores marchitas. Leí
los nombres con mis dedos pasándolos por encima de las letras. ¡Qué noche! ¡Qué
noche! ¡Y no pude encontrarla! No había luna. ¡Qué noche! Estaba asustado,
terriblemente asustado, en aquellos angostos senderos entre dos hileras de
tumbas. ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Sólo Tumbas! A mi derecha, a la izquierda,
delante de mí, a mi alrededor, en todas partes había tumbas. Me senté en una de
ellas, ya que no podía seguir andando. Mis rodillas empezaron a doblarse. ¡Pude
oír los latidos de mi corazón! Y oí algo más. ¿Qué? Un ruido confuso, indefinible.
¿Estaba el ruido en mi cabeza, en la impenetrable noche, o debajo de la
misteriosa tierra, la tierra sembrada de cadáveres humanos? Miré a mi
alrededor, pero no puedo decir cuánto tiempo permanecí allí. Estaba paralizado de
terror, helado de espanto, dispuesto a morir. Súbitamente, tuve la impresión de
que la losa de mármol sobre la cual estaba sentado se estaba moviendo. Se
estaba moviendo, desde luego, como si alguien tratara de levantarla. Di un
salto que me llevó hasta una tumba vecina, y vi, sí, vi claramente como se
levantaba la losa sobre la cual estaba sentado. Luego apareció el muerto, un
esqueleto desnudo, empujando la losa desde abajo con su encorvada espalda. Lo
vi claramente, a pesar de que la noche estaba oscura. En la cruz pude leer: «Aquí
yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Amó a su
familia, fue bueno y honrado y murió en la gracia de Dios.»El muerto leyó
también lo que había escrito en la lápida. Luego cogió una piedra del sendero,
una piedra pequeña y puntiaguda, y empezó a rascar las letras con sumo cuidado.
Las borró lentamente, y con las cuencas de sus ojos contempló el lugar donde
habían estado grabadas. A continuación con la punta del hueso de lo que había
sido su dedo índice, escribió en letras luminosas, como las líneas que los
chiquillos trazan en las paredes con una piedra de fósforo: «Aquí yace Jacques
Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Mató a su padre a
disgustos, porque deseaba heredar su fortuna; torturó a su esposa, atormentó a
sus hijos, engañó a sus vecinos, robó todo lo que pudo, y murió en pecado
mortal.»Cuando hubo terminado de escribir, el muerto se quedó inmóvil,
contemplando su obra. Al mirar a mi alrededor vi que todas las tumbas estaban
abiertas, que todos los muertos habían salido de ellas y que todos habían borrado
las líneas que sus parientes habían grabado en las lápidas, sustituyéndolas por
la verdad. Y vi que todos habían sido atormentadores de sus vecinos,
maliciosos, deshonestos, hipócritas, embusteros, ruines, calumniadores,
envidiosos; que habían robado, engañado, y habían cometido los peores delitos;
aquellos buenos padres, aquellas fi eles esposas, aquellos hijos devotos,
aquellas hijas castas, aquellos honrados comerciantes, aquellos hombres y
mujeres que fueron llamados irreprochables. Todos ellos estaban escribiendo al
mismo tiempo la verdad, la terrible y sagrada verdad, la cual todo el mundo
ignoraba, o fingía ignorar, mientras estaban vivos. Pensé que también ella
había escrito algo en su tumba. Y ahora, corriendo sin miedo entre los ataúdes
medio abiertos, entre los cadáveres y esqueletos, fui hacia ella, convencido que
la encontraría inmediatamente. La reconocí al instante sin ver su rostro, el
cual estaba cubierto por un velo negro; y en la cruz de mármol donde poco antes
había leído: «Amó, fue amada, y murió». Ahora leí: «Habiendo salido un día de
lluvia para engañar a su amante, pilló una pulmonía y murió». Parece que me
encontraron al romper el día, tendido sobre la tumba, sin conocimiento.
JUAN VALERA
Pepita Jiménez
Escrita en parte en forma epistolar,
nos refiere el progresivo enamoramiento del seminarista Luis de Vargas de la
prometida de su padre. El tema central es el conflicto entre la vocación
religiosa del protagonista y el amor humano.
22 de marzo
Querido tío y venerado maestro: Hace
cuatro días que llegué con toda felicidad a este lugar de mi nacimiento, donde
he hallado bien de salud a mi padre, al señor vicario y a los amigos y
parientes. El contento de verlos y de hablar con ellos, después de tantos años
de ausencia, me ha embargado el ánimo y me ha robado el tiempo, de suerte que
hasta ahora no he podido escribir a usted. Usted me lo perdonará. Como salí de
aquí tan niño y he vuelto hecho un hombre, es singular la impresión que me
causan todos estos objetos que guardaba en la memoria. Todo me parece más
chico, mucho más chico; pero también más bonito que el recuerdo que tenía. La
casa de mi padre, que en mi imaginación era inmensa, es sin duda una gran casa de
un rico labrador; pero más pequeña que el Seminario. Lo que ahora comprendo y
estimo mejor es el campo de por aquí. Las huertas, sobre todo, son deliciosas.
¡Qué sendas tan lindas hay entre ellas! A un lado, y tal vez a ambos, corre el
agua cristalina con grato murmullo. Las orillas de las acequias están cubiertas
de hierbas olorosas y de flores de mil clases. En un instante puede uno coger
un gran ramo de violetas. Dan sombra a estas sendas pomposos y gigantescos
nogales, higueras y otros árboles, y forman los vallados la zarzamora, el
rosal, el granado y la madreselva. Es portentosa la multitud de pajarillos que
alegran estos campos y alamedas. Yo estoy encantado con las huertas, y todas
las tardes me paseo por ellas un par de horas. Mi padre quiere llevarme a ver
sus olivares, sus viñas, sus cortijos; pero nada de esto hemos visto aún. No he
salido del lugar y de las amenas huertas que le circundan. Es verdad que no me
dejan parar con tanta visita. Hasta cinco mujeres han venido a verme, que todas
han sido mis amas y me han abrazado y besado. Todos me llaman Luisito o el niño
de don Pedro, aunque tengo ya veintidós años cumplidos. Todos preguntan a mi
padre por el niño cuando no estoy presente. Se me figura que son inútiles los
libros que he traído para leer, pues ni un instante me dejan solo. La dignidad
de cacique, que yo creía cosa de broma, es cosa harto seria. Mi padre es el
cacique del lugar. Apenas hay aquí, quien acierte a comprender lo que llaman mi
manía de hacerme clérigo, y esta buena gente me dice, con un candor selvático,
que debo ahorcar los hábitos, que el ser clérigo está bien para los pobretones;
pero que yo, soy un rico heredero, debo casarme y consolar la vejez de mi
padre, dándole media docena de hermosos y robustos nietos. Para adularme y
adular a mi padre, dicen hombres y mujeres que soy un real mozo, muy salado,
que tengo mucho ángel, que mis ojos son muy pícaros y otras sandeces que me
afligen, disgustan y avergüenzan, a pesar de que no soy tímido y conozco las
miserias y locuras de esta vida, para no escandalizarme ni asustarme de nada. El
único defecto que hallan en mí es el de que estoy muy delgadito a fuerza de
estudiar. Para que engordase proponen no dejarme estudiar ni leer un papel
mientras aquí permanezca, y además hacerme comer cuantos primores de cocina y
de repostería se confeccionan en el lugar. Está visto: quieren cebarme. No hay
familia conocida que no me haya enviado algún obsequio. Ya me envían una torta
de bizcocho, ya un cuajado, ya una pirámide de piñonate, ya un tarro de
almíbar. [...]
28 de marzo
Como es posible que sea mi madrastra,
la he mirado con detención y me parece una mujer singular, cuyas condiciones
morales no atino a determinar con certidumbre. Hay en ella un sosiego, una paz
exterior, que puede provenir de frialdad de espíritu, y de corazón, de estar
muy sobre sí y de calcularlo todo, sintiendo poco o nada, y pudiera provenir
también de otras prendas que hubiera en su alma; de la tranquilidad de su
conciencia, de la pureza de sus aspiraciones y del pensamiento de cumplir en
esta vida con los deberes que la sociedad impone, fijando lamente, como
término, en esperanzas más altas. Ello es lo cierto que, o bien porque en esta
mujer todo es cálculo, sin elevarse su mente a superiores esferas, o bien
porque enlaza la prosa del vivir y la poesía de sus ensueños en una perfecta
armonía, no hay en ella nada que desentone del cuadro general en que está colocada,
y, sin embargo, posee una distinción natural, que la levanta y separa de cuanto
la rodea. No afecta vestir traje aldeano, ni se viste tampoco según la moda de
las ciudades; mezcla ambos estilos en su vestir, de modo que parece una señora,
pero una señora de lugar. Disimula mucho, a lo que yo presumo, el cuidado que
tiene de su persona; no se advierten en ella ni cosméticos ni afeites; pero la
blancura de sus manos, las uñas tan bien cuidadas y acicaladas, y todo el aseo y
pulcritud con que está vestida, denotan que cuida de estas cosas más de lo que
se pudiera creerse en una persona que vive en un pueblo y que además dicen que
desdeña las vanidades del mundo y sólo piensa en las cosas del cielo. Tiene la
casa limpísima y todo en un orden perfecto. Los muebles no son artísticos ni
elegantes; pero tampoco se advierte en ellos nada pretencioso y de mal gusto.
Para poetizar su estancia, tanto en el patio como en las salas y galerías, hay
multitud de flores y plantas. No tiene, en verdad, ninguna planta rara ni
ninguna flor exótica; pero sus plantas y sus flores, de lo más común que hay
por aquí, están cuidadas con extraordinario mimo. Varios canarios en jaulas
doradas animan con sus trinos toda la casa. Se conoce que el dueño de ella necesita
seres vivos en quien poner algún cariño; y, a más de algunas criadas, que se
diría que ha elegido con empeño, pues no puede ser mera casualidad el que sean
todas bonitas, tiene, como las viejas solteronas, varios animales que le hacen
compañía: un loro, una perrita de lanas muy lavada y dos o tres gatos, tan
mansos y sociables, que se le ponen a uno encima. [...]
12 de mayo
Yo he creído notar dos o tres veces
un resplandor instantáneo, un relámpago, una llamada fugaz devoradora en
aquellos ojos que se posaban en mí. ¿Será vanidad ridícula sugerida por el
mismo demonio? Me parece que sí; quiero creer y creo que sí. Lo rápido, lo
fugitivo de la impresión, me induce a conjeturar que no ha tenido nunca
realidad extrínseca; que ha sido ensueño mío. La calma del cielo, el frío de la
indiferencia amorosa, si bien templado por la dulzura de la amistad y de la caridad,
es lo que descubro siempre en los ojos de Pepita. Me atormenta, no obstante,
este ensueño, esta alucinación de la mirada extraña y ardiente. Mi padre dice
que no son los hombres, sino las mujeres las que toman la iniciativa, y que la
toman sin responsabilidad, y pudiendo negar y volverse atrás cuando quieren.
Según mi padre, la mujer es quien se declara por medio de miradas fugaces, que
ella misma niega más tarde a su propia conciencia, si es menester, y de las
cuales, más que leer, logra el hombre a quien van dirigidas adivinar el
significado. De esta suerte, casi por medio de una conmoción eléctrica, casi
por medio de una sutilísima e inexplicable intuición, se percata el que es
amado de que es amado y luego, cuando se resuelve a hablar, va ya sobre seguro
y con plena confianza de la correspondencia. ¿Quién sabe si estas teorías de mi
padre, oídas por mí, porque no puedo menos de oírlas, son las que me han
calentado la cabeza y me han hecho imaginar lo que no hay? De todos modos, me
digo a veces, ¿sería tan absurdo, tan imposible que lo hubiera? Y si lo
hubiera, si yo agradase a Pepita de otro modo que como amigo, si la mujer a
quien mi padre pretende se prendase de mí, ¿no sería espantosa mi situación? Desechemos
estos temores fraguados, sin duda, por la vanidad. No hagamos de Pepita una
Fedra y de mí un Hipólito. Lo que sí empieza a sorprenderme es el descuido y
plena seguridad de mi padre. Perdone usted, pídale a Dios que perdone mi
orgullo; de vez en cuando me pica y enoja la tal seguridad. Pues qué, me digo,
¿soy tan adefesio para que mi padre no tema que, a pesar de mi supuesta
santidad, o por mi misma supuesta santidad, no pueda yo enamorar, sin querer, a
Pepita? [...]
19 de mayo
Cada vez que se encuentran nuestras
miradas se lanzan en ellas nuestras almas, y en los rayos que se cruzan se me
figura que se unen y compenetran. Allí se descubren mil inefables misterios de
amor, allí se comunican sentimientos que por otro medio no llegarían a saberse,
y se recitan poesías que no caben en lengua humana, y se cantan canciones que
no hay voz que exprese ni acordada cítara que module. Desde el día en que vi a
Pepita en el Pozo de la Solana no he vuelto a verla a solas. Nada le he dicho
ni me ha dicho, y, sin embargo, nos lo hemos dicho todo. Cuando me sustraigo a
la fascinación, cuando estoy solo por la noche en mi aposento, quiero mirar con
frialdad el estado en que me hallo, y veo abierto a mis pies el precipicio en
que voy a sumirme, y siento que me resbalo y que me hundo. Me recomienda usted
que piense en la muerte; no en la de esta mujer, sino en la mía. Me recomienda
usted que piense en lo inestable, en lo inseguro de nuestra existencia y en lo
que hay más allá. Pero esta consideración y esta meditación ni me atemorizan ni
me arredran. ¿Cómo he de temer la muerte cuando deseo morir? El amor y la muerte
son hermanos. Un sentimiento de abnegación se alza de las profundidades de mi
ser, y me llama a sí, y me dice que todo mi ser debe darse y perderse por el
objeto amado. Ansío confundirme en una de sus miradas; diluir y evaporar toda
mi esencia en el rayo de luz que sale de sus ojos; quedarme muerto mirándola,
aunque me condene.
Lo que es aún eficaz en mí contra el
amor, no es el temor, sino el amor mismo. Sobre este amor determinado, que ya
veo con evidencia que Pepita me inspira, se levanta en mi espíritu el amor
divino en consurrección poderosa. Entonces todo se cambia en mí, y aun me
promete la victoria. El objeto de mi amor superior se ofrece a los ojos de mi
mente como el sol que todo lo enciende y alumbra, llenando de luz los espacios;
y el objeto de mi amor más bajo, como átomo de polvo que vaga en el ambiente y
que el sol dora. Toda su beldad, todo su resplandor, todo su atractivo no es
más que el reflejo de ese sol increado, no es más que la chispa brillante, transitoria,
inconsistente de aquella infinita y perenne hoguera. Mi alma, abrasada de amor,
pugna por criar alas, y tender el vuelo, y subir a esa hoguera, y consumir allí
cuanto hay en ella de impuro. Mi vida, desde hace algunos días, es una lucha
constante. No sé cómo el mal que padezco no me sale a lacara. Apenas me
alimento; apenas duermo. Si el sueño cierra mis párpados, suelo despertar
azorado, como si me hallase peleando en una batalla de ángeles rebeldes y de
ángeles buenos. En esta batalla de la luz contra las tinieblas yo combato por
la luz, pero tal vez imagino que me paso al enemigo, que soy un desertor
infame; y oigo la voz del águila de Patmos que dice: «Y los hombres prefirieron
las tinieblas a la luz», y entonces me lleno de terror y me juzgo perdido. No
me queda más recurso que huir. Si en lo que falta para terminar el mes mi padre
no me da su venia y no viene conmigo, me escapo como un ladrón; me fugo sin
decir nada.[...]
23 de mayo
Soy un vil gusano, y no un hombre;
soy el oprobio y la abyección de la humanidad; soy un hipócrita. Me han
circundado dolores de muerte, y torrentes de iniquidad me han conturbado. Vergüenza
tengo de escribir a usted, y no obstante le escribo. Quiero confesárselo todo. No
logro enmendarme. Lejos de dejar de ir a casa de Pepita, voy más temprano todas
las noches. Se diría que los demonios me agarran de los pies y me llevan allá
sin que yo quiera. Por dicha, no hallo sola nunca a Pepita. No quisiera
hallarla sola. Casi siempre se me adelanta el excelente padre Vicario, que
atribuye nuestra amistad a la semejanza de gustos piadosos, y la funda en la
devoción, como la amistad inocentísima que él le profesa. El progreso de mi mal
es rápido. Como piedra que se desprende de lo alto del templo y va aumentando su
velocidad en la caída, así va mi espíritu ahora. Cuando Pepita y yo nos damos
la mano, no es ya como al principio. Ambos hacemos un esfuerzo de voluntad, y
nos transmitimos, por nuestras diestras enlazadas, todas las palpitaciones del
corazón. Se diría que, por arte diabólico, obramos una transfusión y mezcla de
lo más sutil de nuestra sangre. Ella debe de sentir circular mi vida por sus
venas, como yo siento en las mías la suya. Si estoy cerca de ella, la amo; si
estoy lejos, la odio. A su vista, en su presencia, me enamora, me atrae, me rinde
con suavidad, me pone un yugo dulcísimo. Su recuerdo me mata. Soñando con ella,
sueño que me divide la garganta, como Judit al capitán de los asirios, que me
atraviesa las sienes con un clavo, como Jael a Sisara; pero, a su lado, me
parece la esposa del Cantar de los Cantares, y la llamo con voz interior, y la
bendigo, y la juzgo fuente sellada, huerto cerrado, flor del valle, lirio de los
campos, paloma mía y hermana. Quiero libertarme de esta mujer y no puedo. La
aborrezco y casi la adoro. Su espíritu se infunde en mí al punto que la veo, y
me posee, y me domina, y me humilla. Todas las noches salgo de su casa
diciendo: «esta será la última noche que vuelva aquí», y vuelvo a la noche
siguiente. Cuando habla y estoy a su lado, mi alma queda como colgada de su
boca; cuando sonríe se me antoja que un rayo de luz inmaterial se me entra en
el corazón y le alegra. A veces, jugando al tresillo, se han tocado por acaso
nuestras rodillas, y he sentido un indescriptible sacudimiento. Sáqueme usted
de aquí. Escriba usted a mi padre que me dé licencia para irme. Si es menester,
dígaselo todo. ¡Socórrame usted! ¡Sea usted mi amparo! [...]
6 de junio
Mi padre, sin advertir nada, me acusa
de extravagante; me llama búho, y se empeña también en que vuelva a la
tertulia. Anoche no pude ya resistirme a sus repetidas instancias, y fui muy
temprano, cuando mi padre iba a hacer las cuentas con el aperador. ¡Ojalá no
hubiera ido! Pepita estaba sola. Al vernos, al saludarnos, nos pusimos los dos
colorados. Nos dimos la mano con timidez, sin decimos palabra. Yo no estreché
la suya; ella no estrechó la mía, pero las conservamos unidas un breve rato. En
la mirada que Pepita me dirigió nada había de amor, sino de amistad, de
simpatía, de honda tristeza. Había adivinado toda mi lucha interior; presumía
que el amor divino había triunfado en mi alma; que mi resolución de no amarla
era firme e invencible.
No se atrevía a quejarse de mí; no
tenía derecho a quejarse de mí; conocía que la razón estaba de mi parte. Un
suspiro, apenas perceptible, que se escapó de sus frescos labios entreabiertos,
manifestó cuánto lo deploraba. Nuestras manos seguían unidas aún. Ambos mudos.
¿Cómo decirle que yo no era para ella ni ella para mí; qué importaba separamos
para siempre? Sin embargo, aunque no se lo dije con palabras, se lo dije con
los ojos. Mi severa mirada confirmó sus temores; la persuadió de la irrevocable
sentencia. De pronto se nublaron sus ojos; todo su rostro hermoso, pálido ya de
una palidez traslúcida, se contrajo con una bellísima expresión de melancolía.
Parecía la madre de los dolores. Dos lágrimas brotaron lentamente de sus ojos y
empezaron a deslizarse por sus mejillas. No sé lo que pasó en mí. ¿Ni cómo
describirlo, aunque lo supiera? Acerqué mis labios a su cara para enjugar el
llanto, y se unieron nuestras bocas en un beso. Inefable embriaguez, desmayo
fecundo en peligros invadió todo mi ser y el ser de ella. Su cuerpo desfallecía
y la sostuve entre mis brazos. Quiso el cielo que oyésemos los pasos y la tos
del padre Vicario que llegaba, y nos separamos al punto. Volviendo en mí, y
reconcentrando todas las fuerzas de mi voluntad, pude entonces llenar con estas
palabras, que pronuncié en voz baja e intensa, aquella terrible escena
silenciosa:-¡El primero y el último! Yo aludía al beso profano; mas, como si
hubieran sido mis palabras una evocación, se ofreció en mi mente la visión
apocalíptica en toda su terrible majestad. Vi al que es por cierto el primero y
el último, y con la espada de dos filos que salía de su boca me hería en el
alma, llena de maldades, de vicios y de pecados. Toda aquella noche la pasé en
un frenesí, en un delirio interior, que no sé cómo disimulaba. Me retiré de
casa de Pepita muy temprano. En la soledad fue mayor mi amargura. Al recordarme
de aquel beso y de aquellas palabras de despedida, me comparaba yo con el
traidor Judas que vendía besando, y con el sanguinario y alevoso asesino Joab
cuando, al besar a Amasá, le hundió el hierro agudo en las entrañas. Había
incurrido en dos traiciones y en dos falsías. Había faltado a Dios y a ella. Soy
un ser abominable.
BENITO PÉREZ GALDÓS
Fortunata y Jacinta
- Yo quiero ser honrada -afirmó la
joven con la mayor seriedad del mundo, atormentando más la punta del delantal. -¿Honrada?,
me parece muy bien. Y dígame usted con toda franqueza: ¿honrada comiendo o sin
comer? Fortunata se sonrió un poco. Aquella sonrisa iluminó su pena un
instante; pero pronto quedó su rostro envuelto otra vez en seriedad sombría,
señal de la duda horrible que agitaba su alma.-Eso de la honradez es muy bonito
-prosiguió Feijoo-.No hay nada que se diga tan fácilmente y que luego resulte
más difícil en la práctica. Yo creo que usted ha querido decir honradez
relativa...-No; yo quiero ser honrada a carta cabal, honrada, honrada. -¿Sin
volver con su marido?-Sin volver con mi marido. Feijoo hizo con los labios, con
los ojos, con todos los músculos de su cara un mohín muy humano y expresivo, signo
perteneciente al lenguaje universal y a la mímica de todos los países, el cual
quería decir: «Hija mía, no lo entiendo...».Ni Fortunata lo entendía tampoco,
por lo cual estaba verdaderamente anonadada. Faltábale poco para echarse a
llorar.«Vamos, vamos -dijo el coronel sacudiendo toda aquella argumentación
capciosa, como se sacuden las moscas-; hablemos claro y seamos prácticos sin
miedo a la situación verdadera. Las cosas son como son, no como deseamos que
sean. ¡Qué más quisiéramos sino que usted pudiera ser tan honrada y pura como
el sol! Pero tarde piache, como dijo el pájaro cuando se lo estaban comiendo.
De lo que tratamos ahora es de que usted sea lo menos deshonrada posible. La
desheredada Es la historia de la degradación de Isidora, una muchacha humilde,
pobre, que cree ser la hija ilegítima de una marquesa. La sociedad de su
tiempo, como Isidora, sueña escalar, sin trabajar, las mayores cimas sociales y
económicas.
¿Pero las horas se han vuelto
minutos? La noche vuela, y yo no duermo. Daré otra vuelta y cerraré los ojos; los
apretaré aunque me duelan... ¿Por qué no puedo estar quieta un ratito largo?
¿Qué es esto que salta dentro de mí? ¡Ah!, son los nervios, los pícaros
nervios, que cuando el corazón toca, ellos se sacan a bailar unos a otros. ¡Qué
suplicio! Me muero de insomnio... Un baile en aquellos salones, Cielo santo,
¡qué hermoso será! ¡Cuándo verás en ti, garganta mía, enroscada una serpiente
de diamantes, y tú, cuerpo, arrastrando una cola de gro!... Me gustan, sobre
todas las cosas, los colores bajos, el rosa seco, el pajizo claro, el tórtola,
el perla. Para gustar de los colores chillones ahí están esas cursis de Emilia
y Leonor... ¡Cómo me agradan los terciopelos y las felpas de tonos cambiantes!
Un traje negro con adornos de fuego, o claro con hojas de Otoño resulta
lindísimo... El buen gusto nace con la persona...Vamos, gracias a Dios que me
duermo. Poquito a poco me va ganando el sueño. Al fi n descansaré: bien lo necesito...
Ya llegan los convidados, mi abuelita me manda que los reciba. Estoy preciosa
esta noche... Entran ya. ¡Cuánta sonrisa, cuánto brillante, qué variedad de
vestidos, qué bulla magnífica! y... en fin, ¡qué cosa tan buena! Hay una
tibieza en el aire que me desvanece; me zumban los oídos, y en los espejos veo
un temblor de fi guras que me marea. Pero esto es precioso, y ya que una ha de
morirse, porque no hay más remedio, que se muera aquí. ¡Jesús, qué cosa tan
buena! Mi vestido es motivo de admiración. Eso bien se conoce. Acaba de llegar
Joaquín y se dirige hacia mí... ¿Qué campanas son estas? ¡Las cuatro! Si estoy
despierta, si no he dormido nada, sí estoy en mi cuarto miserable... Dios no
quiere que yo descanse esta noche. Me volveré de este otro lado...El tal
marqués viudo de Saldeoro está loco por mí; pero no seré tonta, no le daré a
conocer que me gusta...¡ Y cómo me gusta!... En fi n, suspiremos y esperemos.
Conviene tener dignidad. ¿Soy acaso como esas cursis que se enamoran del
primero que llega? No, en mi clase no se rinde el corazón sin defenderse.
Firmeza, mujer. Si Miquiste es indiferente y el marqués viudito te encanta, no
des a entender tu preferencia... ¡Los hombres! ¡Ah!... que se fastidien. Se
dice que son muy malos, y yo lo creo... Pero el marquesillo me gusta tanto...
Es lo que ambiciono para marido; y él me jura que lo será... ¡Jesús, qué cosa
tan buena! ¡Qué hermosa figura, qué modales, qué manera de vestir tan suya...!
Pero yo me pregunto una cosa: ¿dirá que me quiere porque sabe que voy a ser
riquísima?...Mucho cuidado, mujer; no te fíes, no te fíes... Por de pronto le
agradezco sus invenciones delicadas para ofrecerme dinero y obligarme a
aceptarlo... Por nada del mundo lo aceptaría... ¡Humillarme yo!... Antes
morir... ¡Las cinco, Virgen del Carmen, y yo despierta! No quiero pensar en
Joaquín, ni en mi abuela, ni en mi hermano, ni en mis botas rotas, a ver si de
este modo me olvido y duermo. Meteré la cabeza debajo de la almohada. ¡Ah!,
esto me da algún descanso... Hace dos semanas que no veo a Joaquín, y me parece
que hace mil años. ¡Estuve tan fuerte aquel día!... ¡Me fingí tan incomodada!
Verdad es que él fue atrevido, atrevidísimo... Es tan apasionado, que no sabe
lo que se hace... Estaba fuera de sí. ¡Qué ojos, qué fuerza la de sus manos!
¡Pero qué seria estuve yo!... Con cuánta frialdad le despedí..., y ahora me
muero porque vuelva... ¡Jesús, acaban de dar las cinco y ya dan las seis! Esto
no puede ser. Ese reloj está borracho... Tengamos calma. Siento mucho sueño. Al
fi n el cansancio me hará dormir. Si yo no pensase...¡ Qué felices deben de ser
los burros!...Firme, mujer; mientras más apasionado esté Joaquín, más fría y
tiesa tú... Ya siento a D.ª Laura trasteando por la casa. Ya entra la luz del
sol en mi cuarto. ¡Es de día y yo despierta! Todos, todos los talentos que hay
en mi cabeza, los doy, Señor, por un poco de sueño. Señor, dame sueño y déjame
tonta... [...] «Isidorita Rufete, ¿conoces tú el equilibrio de sentimientos, el
ritmo suave de un vivir templado, deslizándose entre las realidades comunes de
la vida, las ocupaciones y los intereses? ¿Conoces este ritmo que escomo el
pulso del hombre sano? No; tu espíritu está siempre en estado de fiebre. Las
exaltaciones fuertes no cesan en ti sino resolviéndose en depresiones
terribles, y tu alegría loca no cede sino ahogándose en tristezas amargas. ¿Persistes
en creerte de la estirpe de Aransis? Sí; antes perderás la vida que la
convicción de tu derecho. Bien; sea. Pero deja al tiempo y a los Tribunales que
resuelvan esto, y no te atormentes, construyendo en tu espíritu una segunda
vida ilusoria y fantástica. Ten paciencia, no te anticipes a la realidad; no te
trabajes interiormente; no saborees con falsificada sensibilidad goces de que
están privados tus sentidos. Miquis te ha dicho, bien lo sabes, que eso es un
vicio, un puro vicio, como tantos otros hábitos repugnantes, como la embriaguez
o el juego, y de ese vicio nace una verdadera enfermedad. El pensamiento se
pone malo, como las muelas y el pulmón, y ¡ay de ti si llegas a un estado
morboso que te impida disfrutar luego de la realidad lo que ahora quieres
gozar, en sueños, contraviniendo a las leyes del tiempo y del sentido común! Sostienes
que ese vicio, aberración o como quiera llamarle Miquis, es una fuente de
consuelos para ti. Ya, ya se conoce tu sistema. Después de un día de penas,
apuros, celos y disputas, llega la noche, y para consolarte...das un baile.
¡Qué gracioso! Satisfaces tu orgullo y tus apetitos determinando en ti una gran
excitación cerebral, de la cual irradian sensaciones y goces. Sabes vestir con
tal arte la mentira, que tú misma llegas a tenerla por verdad. Te engañas con
tus propias farsas, desgraciada. Te posees de tu papel y lo sientes. Enseñas a
tus nervios a falsificar las sensaciones y a obrar por sí mismos, no como
receptores de la impresión, sino como iniciadores de ella. ¡Bonito juego!
¡Violación de los órdenes de la Naturaleza!
Miau
La novela cuenta la historia del
funcionario cesante don Ramón Villaamil, que próximo a la jubilación, ha sido despedido
por el Ministerio de Hacienda. Acosado por las dificultades económicas, el
personaje vive con su mujer, doña Pura, su cuñada Milagros, la hija soltera
Abelarda y su nieto Luisito Cadalso.
Salieron, como digo, en tropel; el
último quería ser el primero, y los pequeños chillaban más que los grandes.
Entre ellos había uno de menguada estatura, que se apartó de la bandada para
emprender solo y calladito el camino de su casa. Y apenas notado por sus
compañeros aquel apartamiento que más bien parecía huida, fueron tras él y le
acosaron con burlas y cuchufletas, no del mejor gusto. Uno le cogía del brazo,
otro le refregaba la cara con sus manos inocentes, que eran un dechado completo
de cuantas porquerías hay en el mundo; pero él logró desasirse y... pies, para
qué os quiero. Entonces dos o tres de los más desvergonzados le tiraron
piedras, gritando Miau; y toda la partida repitió con infernal zipizape: Miau,
Miau. El pobre chico de este modo burlado se llamaba Luisito Cadalso, y era
bastante mezquino de talla, corto de alientos, descolorido, como de ocho años,
quizá de diez, tan tímido que esquivaba la amistad de sus compañeros, temeroso
de las bromas de algunos, y sintiéndose sin bríos para devolverlas. Siempre fue
el menos arrojado en las travesuras, el más soso y torpe en los juegos, y el
más formalito en clase, aunque uno de los menos aventajados, quizás porque su
propio encogimiento le impidiera decir bien lo que sabía o disimular lo que
ignoraba. Al doblar la esquina de las Comendadoras de Santiago para ir a su
casa, que estaba en la calle de Quiñones, frente a la Cárcel de Mujeres,
uniósele uno de sus condiscípulos, muy cargado de libros, la pizarra a la
espalda, el pantalón hecho una pura rodillera, el calzado con tragaluces, boina
azul en la pelona, y el hocico muy parecido al de un ratón. [...]
Doña Pura durmió al fin profundamente
toda la madrugada y parte de la mañana. Villaamil se levantó a las ocho sin
haber pegado los ojos. Cuando salió de su alcoba, entre ocho y nueve, después
de haberse refregado el hocico con un poco de agua fría y de pasarse el peine
por la rala cabellera, nadie se había levantado aún. La estrechez en que
estaban no les permitía tener criada, y entre las tres mujeres hacían
desordenadamente los menesteres de la casa. Milagros era la que guisaba; solía
madrugar más que las otras dos; pero la noche anterior se había acostado muy
tarde, y cuando Villaamil salió de su habitación dirigiéndose a la cocina, la
cocinera no estaba aún allí. Examinó el fogón sin lumbre, la carbonera
exhausta; y en la alacena que hacía de despensa vio mendrugos de pan, un
envoltorio de papeles manchados de grasa, que debía de contener algún resto de
jamón, carne fiambre o cosa así, un plato con pocos garbanzos, un pedazo de
salchicha, un huevo y medio limón... El tigre dio un suspiro y pasó al comedor
para registrar el cajón del aparador, en el cual, entre los cuchillos y las
servilletas, había también pedazos de pan duro. En esto oyó rebullicio, después
rumor de agua, y he aquí que aparece Milagros con su cara gatesca muy lavada, bata
suelta, el pelo en sortijillas enroscadas con papeles, y un pañuelo blanco por
la cabeza.«¿Hay chocolate?» le preguntó su cuñado sin más saludo.-Hay media
onza nada más -replicó la señora, corriendo a abrir el cajón de la mesa de la
cocina donde estaba-. Te lo haré en seguida.-No, a mí no. Lo haces para el
niño. Yo no necesito chocolate. No tengo gana. Tomaré un pedazo de pan seco y
beberé encima un poco de agua.-Bueno. Busca por ahí. Pan no falta. También hay
en la alacena un trocito de jamón. El huevo ese es para mi hermana, si te
parece. Voy a encender lumbre. Haz el favor de partirme unas astillas mientras
yo voy a ver si encuentro fósforos. Don Ramón, después de morder el pan, cogió
el hacha y empezó a partir un madero, que era la pata de una silla vieja, dando
un suspiro a cada golpe. Los estallidos de la fibra leñosa al desgarrarse
parecían tan inherentes a la persona de Villaamil, como este se arrancase tiras
palpitantes de sus secas carnes y astillas de sus pobres huesos. En tanto,
Milagros armaba el templete de carbones y palitroques. «Y hoy, ¿se pone
cocido?» preguntó a su cuñado con cierto misterio. Villaamil meditó sobre aquel
problema tan descarnadamente planteado. «Tal vez... ¡quién sabe! -replicó, lanzando
su imaginación a lo desconocido-. Esperemos a que se levante Pura». Esta era la
que resolvía todos los conflictos, como persona de iniciativa, de inesperados
golpes y de prontas resoluciones. Milagros era toda pasividad, modestia y
obediencia. No alzaba nunca la voz, no hacía observaciones a lo que su hermana
ordenaba. Trabajaba para los demás, por impulso de su conciencia humilde y por
hábito de subordinación. Unida fatalmente durante toda su vida al mísero
destino de aquella familia, y partícipe de las vicisitudes de esta, jamás se
quejó ni se la oyó protestar de su malhadada suerte. Considerábase una gran
artista malograda en flor, por falta de ambiente; y al verse perdida para el
arte, la tristeza de esta situación ahogaba todas las demás tristezas. Hay que
decir aquí que Milagros había nacido con excelentes dotes de cantante de ópera.
A los veinticinco años tenía una voz preciosísima, regular escuela y loca
afición a la música. Pero la fatalidad no le permitió nunca lanzarse a la
verdadera vida de artista. Amores desgraciados, cuestiones de familia aplazaron
de día en día la deseada presentación al público, y cuando los obstáculos
desaparecieron, ya Milagros no estaba para fiestas; había perdido la voz. Ni
ella misma se dio cuenta de la suave gradación por donde sus esperanzas de
artista vinieron a parar en la precaria situación en que se nos aparece; por
donde el soñado escenario y los triunfos del arte se convirtieron en la cocina
de Villaamil, sin provisiones. Cuando pensaba ella en el contraste duro entre
sus esperanzas y su destino, no acertaba a medir los escalones de aquel lento
descender desde las cumbres de la poesía a los sótanos de la vulgaridad.
EMILIA PARDO BAZÁN
“El fondo del alma”
El día era radiante. Sobre las
márgenes del río flotaba desde el amanecer una bruma sutil, argéntea, pronto bebida
por el sol. Y como el luminar iba picando más de lo justo, los expedicionarios
tendieron los manteles bajo unos olmos, en cuyas ramas hicieron toldo con los
abrigos de las señoras. Abriéronse las cestas, salieron a luz las provisiones,
y se almorzó, ya bastante tarde, con el apetito alegre e indulgente que
despiertan el aire libre, el ejercicio y el buen humor. Se hizo gasto del
vinillo del país, de sidra achampañada, de licores, servidos con el café que un
remero calentaba en la hornilla. La jira se había arreglado en la tertulia de
la registradora, entre exclamaciones de gozo de las señoritas y señoritos que
disfrutaban con el juego de la lotería y otras igualmente inocentes
inclinaciones del corazón no menos lícitas. Cada parejita de tórtolos vio en el
proyecto de la excelente señora el agradable porvenir de un rato de expansión;
paseo por el río, encantadores apartes entre las espesuras floridas de
Penamoura. El más contento fue Cesáreo, el hijo del mayorazgo de Sanin,
perdidamente enamorado de Candelita, la graciosa, la seductora sobrina del
arcipreste. Aquel era un amor, o no los hay en el mundo. No correspondido al
principio, Cesáreo hizo mil extremos, al punto de enfermar seriamente:
desarreglos nerviosos y gástricos, pérdida total del apetito y sueño, pasión de
ánimo con vistas al suicidio. Al fi n se ablandó Candelita y las relaciones se
establecieron, sobre la base de que el rico mayorazgo dejaba de oponerse y
consentía en la boda a plazo corto, cuando Cesáreo se licenciase en Derecho. La
muchacha no tenía un céntimo, pero... ¡ya que el muchacho se empeñaba! ¡Y con
un empeño tan terco, tan insensato!-Allá él, señores... -así dijo el mayorazgo
a sus tertulianos y tresillistas, otros hidalgos viejos, que sonrieron aprobando,
y hasta clamando «enhorabuena», fácilmente benévolos para lo que no les
«llegaba el bolsillo»... Al cabo, ellos no habían de dar biberón a lo que
naciese de la unión de Cesáreo y Candelita.-La felicidad del noviazgo la
saboreó Cesáreo desatadamente. Loco estaba antes de rabia, y loco estaba ahora
de júbilo; las contadas horas que no pasaba al lado de su novia las dedicaba a
escribirle cartas o a componer versos de un lirismo exaltado. En el pueblo no
se recordaba caso igual: son allí los amoríos plácidos, serenos, con algo de
anticipada prosa casera entre las poesías del idilio. Envidiaron a Candelita
las niñas casaderas, encubriendo con bromas el despecho de no ser amadas así; y
cuando, al preguntarle chanceras qué hubiese sucedido si Candelita no le
corresponde, contestaba Cesáreo rotundamente: «me moriría», las muchachas se
mordían el labio inferior. ¡Qué tenía la tal Candelita más que las otras, vamos
a ver!...En la jira a Penamoura estuvo hasta imprudente, hasta descortés, el
hijo del mayorazgo: de su proceder se murmuraba en los grupos. Todo tiene límite;
era demasiada cesta. Aquellos ojos que se comían a Candelita; aquellos oídos
pendientes del eco de su voz; aquellos gestos de adoración a cada movimiento
suyo... francamente, no se podían aguantar. Mientras la parejita se aislaba,
adelantándose castañar arriba, a pretexto de coger moras, el sayo se cortó bien
cumplido; sólo el viejo capitán retirado, don Vidal, que dirigía la excursión,
opinó con bondad babosa que eran «cosas naturales», y que si él se volviese a
sus veinticinco, atrás se dejaría en rendimiento y transporte a
Cesáreo...Habían decidido emprender el regreso a buena hora, porque, en otoño,
sin avisar se echa encima la noche; pero ¡estaba tan hermoso el pradito orlado
de espadañas! ¡Si casi parecía que acababan de comer! ¡Si no habían tenido
tiempo de disfrutar la hermosura del campo! Daba lástima irse... Además, tenían
luna para la navegación. Fue oscureciendo insensiblemente, y con la puesta del
sol coincidió una niebla, suave y ligera al pronto, como la matinal, pero que
no tardó en cerrarse, ya densa y pegajosa, impidiendo ver a dos pasos los
objetos. Don Vidal refunfuñó entre dientes:-Mal pleito para embarcarse.
Vararemos. Y ello es que no había otro recurso sino regresar a la villa...Al
acercarse a la barca los expedicionarios, no parecían ni patrón ni remeros. La
registradora empezó a renegar:-¡Dadles vino a esos zánganos! ¡Bien empleado nos
está si nos amanece aquí! Por fi n, al cabo de media hora de gritos y búsqueda,
se presentaron sofocados y tartajosos los remerillos. Del patrón no sabían
nada. Se convino en que era inútil aguardar al muy borrachín; estaría hecho un
cepo en alguna cueva del monte; y el remero más mozo, en voz baja, se lo
confesó a don Vidal:-Tiene para la noche toda. No da a pie ni a pierna. -¿Sabéis
vosotros patronear? -preguntó Cesáreo, algo alarmado.
-Con la ayuda de Dios, saber sabemos
-afirmaron humildemente. Se conformaron los expedicionarios, y momentos después
la embarcación, a golpe de remo, se deslizaba lentamente por el río. Asía don
Vidal la caña del timón y guiaba, obedeciendo las indicaciones de los
prácticos. Hacía frío, un frío sutil, pegajoso. La gente joven empezó a cantar
tangos y cuplés de zarzuela. El boticario, para lucir su voz engolada, entonó
después el Spirto. Las señoras se arropaban estrechamente en sus chales y
manteletas, porque la húmeda niebla calaba los huesos. Cesáreo, extendiendo su
ancho impermeable, cobijaba a Candelita, y confundiendo las manos a favor de la
oscuridad y del espeso tul gris que los aislaba, los novios iban en perfecto
embeleso.-Nadie ha querido como yo en el mundo –susurraba el hijo del mayorazgo
al oído de su amada.-Esto no es cariño, es delirio, es enfermedad. ¡Soy tan
feliz! ¡Ojalá no lleguemos nunca!-¡Ciar, ciar, pateta! -gritó, despertándole de
su éxtasis, la voz vinosa de un remero-. ¡Qué vamos cara a las peñas! ¡Ciar! Don
Vidal quiso obedecer... Ya no era tiempo. La barca trepidó, crujió
pavorosamente; cuantos en ella estaban, fueron lanzados unos contra otros. La
frente de Cesáreo chocó con la de Candelita. En el mismo instante empezó a
sepultarse la barca. El agua entraba a borbollones y a torrentes por el roto y
desfondado suelo. Ayesagónicos, deprecaciones a santos y vírgenes, se perdían
entre el resuello del abismo que traga su presa. Era el río allí hondo y
traidor, de impetuosa corriente. Ningún expedicionario sabía nadar, y se
colaban apelotados en los abrigos y chales que los protegían contra la
penetrante niebla, yéndose a pique rectos como pedruscos. Aturdido por el
primer sorbo helado, Cesáreo se rehízo, braceó instintivamente, salió a la
superficie, se desembarazó a duras penas del impermeable y exclamó con suprema
angustia:-¡Candela! ¡Candelita! Del abismo negro del agua vio confusamente
surgir una cara desencajada de horror, unos brazos rígidos que se agarraron a
su cuello.-¡No tengas miedo, hermosa! ¡Te salvo! Y empezó a nadar con torpeza,
a la desesperada. Sentía la corriente, rápida y furiosa, que le arrastraba, que
podía más.-Suelta... No te agarres... Échame sólo un brazo al cuello... Que nos
vamos a fondo...La respuesta fue la del miedo ciego, el movimiento del animal
que se ahoga: Candelita apretó doble los brazos, paralizando todo esfuerzo, y
por la mente de Cesáreo cruzó la idea: «Moriremos juntos». El peso de su amada
le hundía, efectivamente; el abrazo era mortal. Se dejó ir; el agua le
envolvió. Su espinilla tropezó con una piedra picuda, cubierta de finas algas
fluviales. El dolor del choque determinó una reacción del instinto; ciegamente,
sin saber cómo, rechazó aquel cuerpo adherido al suyo, desanudó los brazos
inertes; de una patada enérgica volvió a salir a flote, y en pocas brazadas y
pernadas de sobrehumana energía arribó a la orilla fangosa, donde se afianzó,
agarrándose a las ramas espesas de los salces. Miró alrededor: no comprendía.
Chilló, desvariando:-¡Candelita! Candela! La sobrina del arcipreste no podía
responder: iba río abajo, hacia el gran mar del olvido.
LEOPOLDO ALAS, CLARÍN
La Regenta
La heroica ciudad dormía la siesta.
El viento sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que se
rasgaban al correr hacia el norte. En las calles no había más ruido que el
rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles, que iban
de arroyo en arroyo, de acera enacera, de esquina en esquina, revolando y persiguiéndose,
como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues
invisibles. Cual turbas de polluelos, aquellas migajas de la basura, aquellas sobras
de todo, se juntaban en un montón, parábanse como dormidas un momento y
brincaban de nuevo sobresaltadas, dispersándose, trepando unas por las paredes
hasta los cristales temblorosos de los faroles, otras hasta los carteles de
papel mal pegados a las esquinas, y había pluma que llegaba a un tercer piso, y
arenilla que se incrustaba para días, o para años, en la vidriera de un
escaparate, agarrada a un plomo. Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en
lejano siglo, hacía la digestión del cocido y de la olla podrida, y descansaba
oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la campana de coro, que retumbaba
allá en lo alto de la esbelta torre en la Santa Basílica. La torre de la
catedral, poema romántico de piedra, delicado himno de dulces líneas de belleza
muda y perenne, era obra del siglo dieciséis, aunque antes comenzada, de estilo
gótico, pero, cabe decir, moderado por un instinto de prudencia y armonía que modificaba
las vulgares exageraciones de esa arquitectura. La vista no se fatigaba
contemplando horas y horas aquel índice de piedra que señalaba al cielo; no era
una de esas torres cuya aguja se quiebra de sutil, más flacas que esbeltas,
amaneradas como señoritas cursis que aprietan demasiado el corsé; era maciza
sin perder nada de su espiritual grandeza, y hasta sus segundos corredores,
elegante balaustrada, subía como fuerte castillo, lanzándose desde allí en
pirámide de ángulo gracioso, inimitable en sus medidas y proporciones. Como haz
de músculos y nervios, la piedra, enroscándose en la piedra, trepaba a la
altura, haciendo equilibrios de acróbata en el aire; y como prodigio de juegos
malabares, en una punta de caliza se mantenía, cual imantada, una bola grande
de bronce dorado, y encima otra más pequeña, y sobre ésta una cruz de hierro
que acababa en pararrayos. [...]
Vetusta era su pasión y su presa.
Mientras los demás le tenían por sabio teólogo, filósofo y jurisconsulto, él
estimaba sobre todas su ciencia de Vetusta. La conocía palmo a palmo, por
dentro y por fuera, por el alma y por el cuerpo, había escudriñado los rincones
de las conciencias y los rincones de las casas. Lo que sentía en presencia de
la heroica ciudad era gula; hacía su anatomía, no como el fisiólogo, que sólo
quiere estudiar, sino como el gastrónomo que busca los bocados apetitosos; no
aplicaba el escalpelo, sino el trinchante. Y bastante resignación era
contentarse, por ahora, con Vetusta. Pas había soñado con más altos destinos, y
aún no renunciaba a ellos. Como recuerdos de un poema heroico leído en la
juventud con entusiasmo, guardaba en la memoria brillantes cuadros que la
ambición había pintado en su fantasía; en ellos se contemplaba oficiando de
pontifical en Toledo y asistiendo en Roma a un cónclave de cardenales. Ni la tiara
le pareciera demasiado ancha; todo estaba en el camino; lo importante era
seguir andando. Pera estos sueños, según pasaba el tiempo, se iban haciendo más
y más vaporosos, como si se alejaran. «Así son las perspectivas de la esperanza
-pensaba el Magistral-; cuanto más nos acercamos al término de nuestra ambición,
más distante parece el objeto deseado, porque no está en lo por venir, sino en
lo pasado; lo que vemos delante es un espejo refleja el cuadro soñador que se
queda atrás, en el lejano día del sueño...» No renunciaba a subir, a llegar
cuanto más arriba pudiese, pero cada día pensaba menos en estas vaguedades de
la ambición a largo plazo, propias de la juventud. Había llegado a los treinta
y cinco años, y la codicia del poder era más fuerte y menos idealista; se
contentaba con menos, pero lo quería con más fuerza, lo necesitaba más cerca,
era el hambre que no espera, la sed en el desierto que abrasa y se satisface en
el charco impuro sin aguardar a descubrir la fuente que está lejos, en lugar
desconocido. Sin confesárselo, sentía a veces desmayos de la voluntad y de la
fe en sí mismo que le daban escalofríos; pensaba en tales momentos que acaso él
no sería jamás nada de aquello a que había aspirado, que tal vez el límite de
su carrera sería el estado actual o un mal obispado en la vejez, todo un
sarcasmo. Cuando estas ideas le sobrecogían, para vencerlas y olvidarlas se
entregaba con furor al goce de lo presente, del poderío que tenía en la mano;
devoraba su presa, la Vetusta levítica, como el león enjaulado los pedazos ruines
de carne que el domador le arroja. Concentrada su ambición entonces en punto
concreto y tangible, era mucho más intensa; la energía de su voluntad no
encontraba obstáculo capaz de resistir en toda la diócesis. Él era el amo del
amo. Tenía al Obispo en una garra, prisionero voluntario que ni se daba cuenta
de sus prisiones. En tales días el Provisor era un huracán eclesiástico, un
castigo bíblico, un azote de Dios sancionado por Su Ilustrísima. Estas crisis
de ánimo solían provocarlas noticias del personal: el nombramiento de un obispo
joven, por ejemplo. Echaba sus cuentas: él estaba muy atrasado, no podía llegar
a ciertas grandezas de la jerarquía. Esto pensaba, en tanto que el beneficiado
don Custodio le aborrecía principalmente porque era magistral desde los
treinta. Don Fermín contemplaba la ciudad. Era una presa que le disputaban,
pero que acabaría de devorar él solo. ¡Qué! ¿También aquel mezquino imperio
habían de arrancarle? No, era suyo. Lo había ganado en buena lid. ¿Para qué
eran necios? También al Magistral se le subía la altura a la cabeza; también él
veía a los vetustenses como escarabajos; sus viviendas viejas y negruzcas,
aplastadas, las creían los vanidosos ciudadanos palacios y eran madrigueras,
cuevas, montones de tierra, labor de topo... ¿Qué habían hecho los dueños de
aquellos palacios viejos y arruinados de la Encimada que él tenía allí a sus
pies? ¿Qué habían hecho? Heredar. ¿Y él? ¿Qué había hecho él? Conquistar.
Cuando era su ambición de joven la que chisporroteaba en su alma, don Fermín
encontraba estrecho el recinto de Vetusta; él que había predicado en Roma, que
había olfateado y gustado el incienso de la alabanza en muy altas regiones por
breve tiempo, se creía postergado en la catedral vetustense. Pero otras veces,
las más, era el recuerdo de sus sueños de niño, precoz para ambicionar, el que
le asaltaba, y entonces veía en aquella ciudad que se humillaba a sus plantasen
derredor el colmo de sus deseos más locos. Era una especie de placer material,
pensaba De Pas, el que sentía comparando sus ilusiones de la infancia con la
realidad presente. Si de joven había soñado cosas mucho más altas, su dominio
presente parecía la tierra prometida a las cavilaciones de la niñez, llena de tardes
solitarias y melancólicas en las praderas de los puertos. El Magistral empezaba
a despreciar un poco los años de su próxima juventud, le parecían a veces algo
ridículos sus ensueños y la conciencia no se complacía en repasar todos los
actos de aquella época de pasiones reconcentradas, poco y mal satisfechas. Prefería
las más veces recrear el espíritu contemplando lo pasado en lo más remoto del
recuerdo; su niñez le enternecía, su juventud le disgustaba como el recuerdo de
una mujer que fue muy querida, que nos hizo cometer mil locuras y que hoy nos
parece digna de olvido y desprecio. Aquello que él llamaba placer material y
tenía mucho de pueril, era el consuelo de su alma en los frecuentes
decaimientos del ánimo. [...]
«Pero no importaba; ella se moría de
hastío. Tenía veintisiete años, la juventud huía; veintisiete años de mujer
eran la puerta de la vejez a que ya estaba llamando... y no había gozado una
sola vez esas delicias del amor de que hablan todos, que son el asunto de
comedias, novelas y hasta de la historia. El amor es lo único que vale la pena
de vivir, había ella oído y leído muchas veces. Pero ¿qué amor? ¿dónde estaba
ese amor? Ella no lo conocía. Y recordaba entre avergonzada y furiosa que su
luna de miel había sido una excitación inútil, una alarma de los sentidos, un
sarcasmo en el fondo; sí, sí, ¿para qué ocultárselo a sí misma si a voces se lo
estaba diciendo el recuerdo?: la primer noche, al despertar en su lecho de
esposa, sintió junto a sí la respiración de un magistrado; le pareció un
despropósito y una desfachatez que ya que estaba allí dentro el señor
Quintanar, no estuviera con su levita larga de tricot y su pantalón negro de castor;
recordaba que las delicias materiales, irremediables, la avergonzaban, y se
reían de ella al mismo tiempo que la aturdían: el gozar sin querer junto a
aquel hombre le sonaba como la frase del miércoles de ceniza, ¡quia pulvis es! eres polvo, eres materia...
pero al mismo tiempo se aclaraba el sentido de todo aquello que había leído en
sus mitologías, de lo que había oído a criados y pastores murmurar con
malicia... ¡Lo que aquello era y lo que podía haber sido!... Y en aquel
presidio de castidad no le quedaba ni el consuelo de ser tenida por mártir y
heroína... Recordaba también las palabras de envidia, las miradas de curiosidad
de doña Águeda (q.e. p. d.) en los primeros días del matrimonio; recordaba que
ella, que jamás decía palabras irrespetuosas a sus tías, había tenido que
esforzarse para no gritar: «¡Idiota!» al ver a su tía mirarla así. Y aquello
continuaba, aquello se había sufrido en Granada, en Zaragoza, en Granada otra
vez y luego en Valladolid. Y ni siquiera la compadecían. Nada de hijos. Don
Víctor no era pesado, eso es verdad. Se había cansado pronto de hacer el galán
y paulatinamente había pasado al papel de barba que le sentaba mejor. ¡Oh, y lo
que es como un padre se había hecho querer, eso sí!; no podía ella acostarse
sin un beso de su marido en la frente. Pero llegaba la primavera y ella misma,
ella le buscaba los besos en la boca; le remordía la conciencia de no quererle
como marido, de no desear sus caricias; y además tenía miedo a los sentidos
excitados en vano. De todo aquello resultaba una gran injusticia no sabía de
quién, un dolor irremediable que ni siquiera tenía el atractivo de los dolores
poéticos; era un dolor vergonzoso, como las enfermedades que ella había visto
en Madrid anunciadas en faroles verdes y encarnados. ¿Cómo había de confesar
aquello, sobre todo así, como lo pensaba? y otra cosa no era confesarlo». «Y la
juventud huía, como aquellas nubecillas de plata rizada que pasaban con alas
rápidas delante de la luna... ahora estaban plateadas, pero corrían, volaban,
se alejaban de aquel baño de luz argentina y caían en las tinieblas que eran la
vejez, la vejez triste, sin esperanzas de amor. Detrás de los vellones de plata
que, como bandadas de aves cruzaban el cielo, venía una gran nube negra que
llegaba hasta el horizonte. Las imágenes entonces se invirtieron; Ana vio que
la luna era la que corría a caer en aquella sima deobscuridad, a extinguir su
luz en aquel mar de tinieblas». «Lo mismo era ella; como la luna, corría
solitaria por el mundo a abismarse en la vejez, en la oscuridad del alma, sin
amor, sin esperanza de él... ¡oh, no, no, eso no!».Sentía en las entrañas
gritos de protesta, que le parecía que reclamaban con suprema elocuencia, inspirados
por la justicia, derechos de la carne, derechos de la hermosura. Y la luna
seguía corriendo, como despeñada, a caer en el abismo de la nube negra que la
tragaría como un mar de betún. Ana, casi delirante, veía su destino en aquellas
apariencias nocturnas del cielo, y la luna era ella, y la nube la vejez, la
vejez terrible, sin esperanza de ser amada. Tendió las manos al cielo, corrió
por los senderos del Parque, como si quisiera volar y torcer el curso del astro
eternamente romántico. Pero la luna se anegó en los vapores espesos de la
atmósfera y Vetusta quedó envuelta en la sombra. La torre de la catedral, que a
la luz de la clara noche se destacaba con su espiritual contorno,
transparentando el cielo con sus encajes de piedra, rodeada de estrellas, como
la Virgen en los cuadros, en la obscuridad ya no fue más que un fantasma
puntiagudo; más sombra en la sombra. Ana, lánguida, desmayado el ánimo, apoyó
la cabeza en las barras frías de la gran puerta de hierro que era la entrada
del Parque por la calle de Tras-la-cerca. Así estuvo mucho tiempo, mirando las
tinieblas de fuera, abstraída en su dolor, sueltas las riendas de la voluntad,
como las del pensamiento que iba y venía, sin saber por dónde, a merced de
impulsos de que no tenía conciencia. Casi tocando con la frente de Ana, metida
entre dos hierros, pasó un bulto por la calle solitaria pegado a la pared del
Parque. « ¡Es él!» pensó la Regenta que conoció a don Álvaro, aunque la
aparición fue momentánea; y retrocedió asustada. Dudaba si había pasado por la
calle o por su cerebro. Era don Álvaro en efecto. Estaba en el teatro, pero en
un entreacto se le ocurrió salir a satisfacer una curiosidad intensa que había
sentido. «Si por casualidad estuviese en el balcón... No estará, es casi
seguro, pero ¿si estuviese?». ¿No tenía él la vida llena de felices accidentes
de este género? ¿No debía a la buena suerte, a la chance que decía don Álvaro,
gran parte de sus triunfos? ¡Yo y la ocasión! Era una de sus divisas. ¡Oh! si
la veía, la hablaba, le decía que sin ella ya no podía vivir, que venía a
rondar su casa como un enamorado de veinte años platónico y romántico, que se
contentaba con ver por fuera aquel paraíso... Sí, todas estas sandeces le diría
con la elocuencia que ya se le ocurriría a su debido tiempo. El caso era que,
por casualidad, estuviese en el balcón. Salió del teatro, subió por la calle de
Roma, atravesó la Plaza del Pan y entró en la del Águila. Al llegar a la Plaza
Nueva se detuvo, miró desde lejos a la rinconada... no había nadie al balcón...
Ya lo suponía él. No siempre salen bien las corazonadas. No importaba... Dio algunos
paseos por la plaza, desierta a tales horas... Nadie; no se asomaba ni un gato.
«Una vez allí ¿por qué no continuar el cerco romántico?». Se reía de sí mismo.
¡Cuántos años tenía que remontar en la historia de sus amores para encontrar
paseos de aquella índole! Sin embargo de la risa, sin temor al barro que debía
de haber en la calle de Tras-la-cerca, que no estaba empedrada, se metió por un
arco de la Plaza Nueva, entró en un callejón, después en otro y llegó al cabo a
la calle a que daba la puerta del Parque. Allí no había casas, ni aceras ni faroles;
era una calle porque la llamaban así, pero consistía en un camino maltrecho, de
piso desigual y fangoso entre dos paredones, uno de la Cárcel y otro de la
huerta de los Ozores. Al acercarse a la puerta, pegado a la pared, por huir del
fango, Mesía creyó sentir la corazonada verdadera, la que él llamaba así, porque
era como una adivinación instantánea, una especie de doble vista. Sus mayores
triunfos de todos géneros habían venido así, con la corazonada verdadera,
sintiendo él de repente, poco antes de la victoria, un valor insólito, una
seguridad absoluta; latidos en las sienes, sangre en las mejillas, angustia en
la garganta...Se paró. «Estaba allí la Regenta, allí en el Parque, se lo decía
aquello que estaba sintiendo... ¿Qué haría si el corazón no le engañaba? Lo de
siempre en tales casos; ¡jugar el todo por el todo! Pedirla de rodillas sobre el
lodo, que abriera; y si se negaba, saltar la verja, aunque era poco menos que
imposible; pero, sí, la saltaría. ¡Si volviera a salir la luna! No, no saldría;
la nube era inmensa y muy espesa; tardaría media hora la claridad». Llegó a la
verja; él vio a la Regenta primero que ella a él. La conoció, la adivinó antes.
-« ¡Es tuya! -le gritó el demonio de la seducción-; te adora, te espera». Pero
no pudo hablar, no pudo detenerse. Tuvo miedo a su víctima. La superstición
vetustense respecto de la virtud de Ana la sintió él en sí; aquella virtud como
el Cid, ahuyentaba al enemigo después de muerta acaso; él huir; ¡lo que nunca
había hecho! Tenía miedo... ¡la primera vez! Siguió; dio tres, cuatro pasos más
sin resolverse a volver pie atrás, por más que el demonio de la seducción le
sujetaba los brazos, le atraía hacia la puerta y se le burlaba con palabras de
fuego al oído llamándole: «¡Cobarde, seductor de meretrices!... ¡Atrévete,
atrévete con la verdadera virtud; ahora o nunca!...».-«¡Ahora, ahora!» -gritó
Mesía con el único valor grande que tenía-; y ya a diez pasos de la verja volvió
atrás furioso, gritando:-¡Ana! ¡Ana! Le contestó el silencio. En la obscuridad
del Parque no vio más que las sombras de los eucaliptus, acacias y castaños de
Indias; y allá a lo lejos, como una pirámide negra el perfil de la
Washingtonia, el único amor de Frígilis, que la plantó y vio crecer sus hojas,
su tronco, sus ramas. Esperó en vano.-Ana, Ana -volvió a decir quedo, muy
quedo-; pero sólo le contestaban las hojas secas, arrastradas por el viento
suave sobre la arena de los senderos. Ana había huido. Al ver tan cerca aquella
tentación que amaba, tuvo pavor, el pánico de la honradez, y corrió a
esconderse en su alcoba, cerrando puertas tras de sí, como si aquel libertino
osado pudiera perseguirla, atravesando la muralla del Parque. Sí, sentía ella
que don Álvaro se infiltraba, se infiltraba en las almas, se filtraba por las
piedras; en aquella casa todo se iba llenando de él, temía verle aparecer de
pronto, como ante la verja del Parque.«¿Será el demonio quien hace que sucedan
estas casualidades?», pensó seriamente Ana, que no era supersticiosa. Tenía
miedo; veía su virtud y su casa bloqueadas, y acababa de ver al enemigo asomar
por una brecha. Si la proximidad del crimen había despertado el instinto de la
inveterada honradez, la proximidad del amor había dejado un perfume en el alma
de la Regenta que empezaba a infestarse. «¡Qué fácil era el crimen! Aquella
puerta... la noche... la obscuridad... Todo se volvía cómplice. Pero ella
resistiría. ¡Oh! ¡sí! aquella tentación fuerte, prometiendo encantos, placeres
desconocidos, era un enemigo digno de ella. Prefería luchar así. La lucha
vulgar de la vida ordinaria, la batalla de todos los días con el hastío, el
ridículo, la prosa, la fatigaban; era una guerra en un subterráneo entre fango.
Pero luchar con un hombre hermoso, que acecha, que se aparece como un conjuro a
su pensamiento; que llama desde la sombra; que tiene como una aureola, un
perfume de amor... esto era algo, esto era digno de ella. Lucharía». […]
El Magistral estaba pensando que el
cristal helado que oprimía su frente parecía un cuchillo que le iba cercenando
los sesos; y pensaba además que su madre al meterle por la cabeza una sotana le
había hecho tan desgraciado, tan miserable, que él era en el mundo lo único
digno de lástima. La idea vulgar, falsa y grosera de comparar al clérigo con el
eunuco se le fue metiendo también por el cerebro con la humedad del cristal
helado. «Sí, él era como un eunuco enamorado, un objeto digno de risa, una cosa
repugnante de puro ridícula... Su mujer, la Regenta, que era su mujer, su
legítima mujer, no ante Dios, no ante los hombres, ante ellos dos, ante él
sobre todo, ante su amor, ante su voluntad de hierro, ante todas las ternuras
de su alma, la Regenta, su hermana del alma, su mujer, su esposa, su humilde
esposa... le había engañado, le había deshonrado, como otra mujer cualquiera; y
él, que tenía sed de sangre, ansias de apretar el cuello al infame, de ahogarle
entre sus brazos, seguro de poder hacerlo, seguro de vencerle, de pisarle, de
patearle, de reducirle a cachos, a polvo, a viento; él atado por los pies con
un trapo ignominioso, como un presidiario, como una cabra, como un rocín libre
en los prados, él, misérrimo cura, ludibrio de hombre disfrazado de anafrodita,
él tenía que callar, morderse la lengua, las manos, el alma, todo lo suyo, nada
del otro, nada del infame, del cobarde que le escupía en la cara porque él
tenía las manos atadas... ¿Quién le tenía sujeto? El mundo entero... Veinte
siglos de religión, millones de espíritus ciegos, perezosos, que no veían el
absurdo porque no les dolía a ellos, que llamaban grandeza, abnegación, virtud
a lo que era suplicio injusto, bárbaro, necio, y sobre todo cruel... cruel...
Cientos de papas, docenas de concilios, miles de pueblos, millones de piedras
de catedrales y cruces y conventos... toda la historia, toda la civilización,
un mundo de plomo, yacían sobre él, sobre sus brazos, sobre sus piernas, eran
sus grilletes... Ana que le había consagrado el alma, una fidelidad de un amor
sobrehumano, le engañaba como a un marido idiota, carnal y grosero... ¡Le
dejaba para entregarse a un miserable lechuguino, a un fatuo, a un elegante de
similor, a un hombre de yeso... a una estatua hueca!... Y ni siquiera lástima
le podía tener el mundo, ni su madre que creía adorarle, podía darle consuelo,
el consuelo de sus brazos y sus lágrimas... Si él se estuviera muriendo, su
madre estaría a sus pies mesándose el cabello, llorando desesperada; y para
aquello, que era mucho peor que morirse, mucho peor que condenarse... su madre
no tenía llanto, abrazos, desesperación, ni miradas siquiera... Él no podía
hablar, ella no podía adivinar, no debía... No había más que un deber supremo,
el disimulo; silencio... ¡ni una queja, ni un movimiento! Quería correr, buscar
a los traidores, matarlos... ¿sí? pues silencio... ni una mano había que mover,
ni un pie fuera de casa... Dentro de un rato sí, ¡a coro a coro! ¡Tal vez a
decir misa... a recibir a Dios!».El Provisor sintió una carcajada de Lucifer
dentro del cuerpo; sí, el diablo se le había reído en las entrañas... ¡y
aquella risa profunda, que tenía raíces en el vientre, en el pecho, le
sofocaba... y le asfixiaba!...Abrió el balcón de un puñetazo y el aire frío y
húmedo le trajo la idea lejana de la realidad, y oyó latos discreta de Petra,
que aguardaba allí, detrás, clavándole los ojos en la nuca. Cerró el balcón don
Fermín, volvióse y miró con ojos de idiota a la rubia que enjugaba lágrimas villanas.
« ¿No necesitaba un instrumento para luchar, para hacer daño? Aquel era el
único que tenía». Petra callaba inmóvil, esperando servir a su dueño. Gozaba
voluptuosa delicia viendo padecer al canónigo, pero quería más, quería
continuar su obra, que la mandasen clavar en el alma de su ama, de la orgullosa
señorona, todas aquellas agujas que acababa de hundir en las carnes del clérigo
loco.
EJEMPLO DE COMENTARIO DE TEXTO DIRIGIDO SOBRE EL POEMA DE MIO CID
La
afrenta de Corpes
En el robledal de Corpes
entraron los de Carrión,
las ramas tocan las
nubes, muy altos los montes son
y muchas bestias feroces
rondaban alrededor.
Con una fuente se
encuentran y un pradillo de verdor.
Mandaron plantar las
tiendas los infantes de Carrión
y esa noche en aquel
sitio todo el mundo descansó.
Con sus mujeres en
brazos señas les dieron de amor.
¡Pero qué mal se lo
cumplen en cuanto que sale el sol!
Mandan cargas las acémilas
con su rica cargazón,
mandan plegar esa tienda
que anoche los albergó.
Sigan todos adelante,
que luego irán ellos dos:
esto es lo que mandaron
los infantes de Carrión.
No se quede nadie atrás,
sea mujer o varón,
menos las esposas de
ellos, doña Elvira y doña Sol,
porque quieren solazarse
con ellas a su sabor.
Quédanse solos los
cuatro, todo el mundo se marchó.
Tanta maldad meditaron
los infantes de Carrión.
"Escuchadnos bien,
esposas, doña Elvira y doña Sol:
vais a ser escarnecidas
en estos montes las dos,
nos marcharemos
dejándoos aquí a vosotras, y no
tendréis parte en
nuestras tierras del condado de Carrión.
Luego con estas noticias
irán al Campeador
y quedaremos vengados
por aquello del león."
Allí los mantos y pieles
les quitaron a las dos,
sólo camisa y brial
sobre el cuerpo les quedó.
Espuelas llevan calzadas
los traidores de Carrión,
cogen en las manos cinchas
que fuertes y duras son.
Cuando esto vieron las
damas así hablaba doña Sol:
"Vos, don Diego y
don Fernando, os lo rogamos por Dios,
sendas espadas tenéis de
buen filo tajador,
de nombre las dos
espadas, Colada y Tizona, son.
Cortadnos ya las
cabezas, seamos mártires las dos,
así moros y cristianos
siempre hablarán de esta acción,
que esto que hacéis con
nosotras no lo merecemos, no.
No hagáis esta mala
hazaña, por Cristo nuestro Señor,
si nos ultrajáis caerá
la vergüenza sobre vos,
y en juicio o en corte
han de pediros la razón."
Las damas mucho rogaron,
mas de nada les sirvió;
empezaron a azotarlas
los Infantes de Carrión,
con las cinchas
corredizas les pegan sin compasión,
hiérenlas con las
espuelas donde sientan más dolor,
y les rasgan las camisas
y las carnes a las dos,
sobre las telas de seda
limpia la sangre asomó.
Las hijas del Cid lo
sienten en lo hondo del corazón.
¡Oh, qué ventura tan
grande si quisiera el Creador
que asomase por allí Mio
Cid Campeador!
Desfallecidas se quedan,
tan fuerte los golpes son,
los briales y camisas
mucha sangre los cubrió.
Bien se hartaron de
pegar los infantes de Carrión,
esforzándose por ver
quién les pegaba mejor.
Ya no podían hablar doña
Elvira y doña Sol
Poema de Mio Cid. III Cantar, La afrenta de Corpes.
VOCABULARIO
Acémilas: animales de tiro utilizados para transportar mercancías, como por ejemplo
mulas.
Solazarse con ellas a su sabor: Relajarse y disfrutar a solas. Los
infantes quieren quedarse a descansar con la única compañía de sus mujeres.
Escarnecidas: Ultrajadas, maltratadas, vejadas, burladas.
Brial: Vestido de seda o de tela rica que usaban las mujeres.
Cinchas: Aparejos de las caballerías. Correajes que sirven para guiar los caballos
o las mulas.
COMENTARIO DE TEXTO DEL FRAGMENTO PROPUESTO TENIENDO E CUENTA LOS
SIGUIENTES ASPECTOS. SI UNIMOS TODO TENEMOS UN COMENTARIO DE TEXTO
1. Explica brevemente la
autoría y fecha del Cantar de Mío Cid. (Localización)
2. Género
literario, narrador y punto de vista.
3. Resumen del argumento
de este fragmento.
4. Tema del fragmento y
su importancia en el conjunto de la obra.
5. Estructura del
Fragmento.
6. Personajes.
7. Tiempo y espacio en
el fragmento.
8. Estilo. Analiza los
primeros cuatro versos.
9. Comparación entre el
Cid real y el de ficción.
Explica brevemente la autoría y fecha
del Cantar de Mío Cid.
Son varias las versiones que existen sobre el autor y la datación del Poema
de Mío Cid, pero las más importantes son la de Menéndez Pidal y la de un autor
llamado Colin Smith (no hace falta saberse el nombre).
A) Menéndez Pidal cree que la obra se puede atribuir a dos juglares. Un juglar
habría nacido en San Esteban de Gormaz. Este juglar de San Esteban conocería
los hechos históricos y habría aportado al poema mayor verismo. El otro juglar,
habría nacido en Medinaceli y habría dado al poema un mayor carácter
novelístico. Las pruebas en las que se basa para afirmar la doble autoría son
la distinta versificación entre la primera parte del poema y la final, la
diferencia en el tratamiento de la Historia que existe entre las distintas
partes del Cantar atribuidas a cada juglar, así como, el conocimiento de la topografía
de Medinaceli por parte del segundo juglar. En lo relativo a la fecha
del Cantar Pidal cree que es de alrededor de 1140.
B) Colin Smith cree en una autoría única. Concretamente
el Poema podría haber sido escrito por el Per Abbat que aparece al final del
Poema. Según Smith Per Abbat sería un clérigo experto en leyes que había estado
vinculado al monasterio de San Pedro de Cardeña. Para corroborar su hipótesis
atestigua los numerosos elementos jurídicos que existen en el Cantar,
especialmente en el Cantar de la Afrenta de Corpes. Smith data el poema hacia
1230.
Por otra parte, Timoteo Riaño en 1998 atribuyó la autoría a Per Abbat que
habría nacido en El Burgo de Osma.
Género literario, narrador y punto de
vista. El Cantar de Mio Cid pertenece al género épico-narrativo (un narrador
cuenta hechos o acontecimientos). Concretamente pertenece al Cantar de gesta un
tipo de composición medieval en verso que narra las acciones y dificultades de
un héroe. El narrador está en 3ª persona y conoce todos los pensamientos,
sentimientos y acciones de los personajes, por tanto, es un narrador
omnisciente, tal como podemos apreciar en este fragmento en el que las
intenciones de los infantes de Carrión son ya conocidas por el narrador.
Resumen del argumento de este fragmento.
Los infantes de Carrión junto con las hijas del Cid, ya convertidas en sus
esposas, y su séquito acampan en el robledal de Corpes para descansar de su
viaje. Durante la noche los infantes se muestran amorosos con sus esposas, pero
a la mañana siguiente piden a sus hombres que se adelanten porque quieren estar
a solas con sus esposas. Cuando el cortejo se marcha comienzan a maltratar y a
vejar a sus esposas, doña Elvira y doña Sol, con la intención de vengarse a
través de ellas del Cid. Las infelices mujeres piden piedad, pero sus esposos
no paran de golpearlas hasta que las dejan casi muertas.
Tema del fragmento y su importancia en el conjunto de la obra.
El tema del fragmento es la nueva pérdida del honor del Cid. Los infantes
de Carrión, ávidos de venganza y cuya cobardía no les permite vengarse en la
persona del Cid después de su ridículo comportamiento en Valencia (episodio del
león, batalla contra Búcar), lo hacen en la persona de las hijas del campeador.
Su importancia dentro de la obra es fundamental, puesto que el Cid, tras
restablecer su honor y ser distinguido por el favor del rey, debe volver a
recuperar su honor. Para entender este hecho debemos situarnos en la realidad
medieval, ya que el honor del Cid radica en la persona de sus hijas que son el
futuro de su estirpe. Como es sabido tras el episodio de las cortes el honor
del Cid no sólo quedará restablecido, sino engrandecido cuando sus hijas se
casan con los infantes de Aragón y de Navarra, futuros reyes.
Estructura del Fragmento.
1. Llegada del cortejo
nupcial al robledal de Corpes. (situación inicial o Inicio)
1.1 Descripción del
paisaje. (tensión-distensión)
1.2 Plantan las tiendas
(situación de normalidad)
1.3 Muestras de amor de
los infantes a sus esposas.(situación de normalidad)
1.4 Advertencia del
narrador (creación de tensión).
2. Partida del séquito
de los infantes. Los infantes y sus esposas se quedan a solas. (engaño a sus
esposas- búsqueda de la soledad para realizar el crimen). ( Nudo)
2.1 Declaración de los
infantes de que las van a maltratar. Los infantes justifican sus actos porque
quieren vengarse del Cid.
2.2 Parlamento de doña
Sol. Ruega por que las maten y avisa de las consecuencias de sus actos.
2.3 Los infantes
comienzan a maltratarlas (descripción)
2.4 Intervención del
narrador para manifestar tensión (posibilidad de salvación).
3. Las hijas del Cid
quedan medio muertas (desenlace). Posteriormente serán abandonadas.
(En el examen BASTARÍA
PONER 1, 2 y 3)
Personajes.
Los infantes de Carrión.
Se muestran vengativos y despiadados, ya que se vengan en la persona de sus
esposas por los supuestos desaires a su honor que les ha infringido el Cid.
Aquí podemos ver su grado de miseria, cobardía y honor mal entendido. Ultrajan
a sus esposas creyendo tener todo el derecho a ello por ser de linaje superior,
ni siquiera se compadecen cuando les suplican que les den muerte antes de ser
ultrajadas. Por otra parte, se muestran fríos y calculadores, engañan a sus
esposas la noche antes de la agresión mostrándose amorosos.
Doña Elvira y Doña Sol.
Son dentro del fragmento y de la obra los instrumentos a través de los cuales
el autor quiere crear el engrandecimiento absoluto del Cid, ya que ellas serán
el medio por el que Rodrigo Díaz de Vivar pierde de nuevo su honor y vuelve a recuperarlo,
multiplicado, tras pedir justicia al rey. En el fragmento se manifiestan con el
comportamiento típico de la dama medieval, son obedientes a sus esposos, se
muestran dispuestas a cumplir sus deseos y prefieren morir antes que perder su
honor. Por añadidura, se puede ver en el texto que doña Sol es valiente, ya que
es la que toma la palabra. Llama la atención el hecho de que no se defiendan.
El Cid. No aparece en el
fragmento, pero su sombra planea por él, ya que es –según el juglar – hacia
quien van dirigido los maltratos y vejaciones.
Tiempo y espacio en el fragmento. La acción tiene lugar en el Robledal de
Corpes, situado en la provincia de Soria, y el tiempo que podemos ver en el
fragmento apenas llega un día (acampan por la tarde y la agresión se produce a
la mañana siguiente).
El robledal está descrito como un lugar siniestro (versos 2 y 3), como un
lugar en el que va a suceder algún tipo de incidente.
Cuando el juglar afirma que las ramas tocan las nubes podemos imaginar un
lugar donde no llega el sol, un lugar oscuro. Esta sensación de amenaza se
acrecienta cuando describe los montes y afirma que las bestias rondan, en lo
que podemos adivinar que si doña Elvira y doña Sol son abandonadas serán
devoradas por las fieras. Por otra parte, se puede ver cierta asociación entre
las bestias y el comportamiento bestial de los infantes hacia sus esposas. No
obstante, esta sensación se atenúa cuando se describe la fuente y el prado como
un lugar apropiado para descansar y disfrutar del amor. Con ello el juglar
quiere crear tensión: por un lado nos presenta primeramente un lugar siniestro,
pero por otro lado para alejar los temores del auditorio y crear una situación
agradable nos presenta ese lugar tan propicio.
En cuanto al tiempo. Se observa que la acción dura un día. Es curioso que
la noche esté tratada como el tiempo del amor, mientras el día (la luz del sol)
desvela la verdadera identidad de los infantes, puesto que es cuando muestran
sus verdaderas intenciones.
Estilo. Analiza los primeros cuatro versos.
El estilo, como se puede apreciar en el fragmento, se caracteriza por la
sencillez y la agilidad. El juglar con pocas palabras (economía de estilo) sabe
crear atmósferas, tensión y perfilar lugares y personajes. Los versos son los
propios del Cantar de gesta versos irregulares entre catorce y dieciséis o
diecisiete sílabas, repartidas en dos hemistiquios, con rima asonante.
En cuanto a los procedimientos estilísticos podemos ver la repetición de
estructuras o de palabras, así como la reiteración innecesaria de palabras que
no aportan ningún significado, pero que crean efectos rítmicos (v. 1-4).
Particular interés tiene el empleo del estilo directo, el juglar a veces cede
la voz a los personajes para romper la monotonía de la narración y darle más
viveza, como se ve en el parlamento de doña Sol.
Medida de versos (ejemplo)
En- el
–ro-ble-dal-de-Cor-pes/-en-tra-ron-los- de- Ca-rri-ón (16) +1
Las-ra-mas-to-can-las-un-bes/muy
al-tos-los-mon-tes-son (15)+1
y-mu-chas-bes-tias-fe-ro-ces-/ron-dan-al-re-de-dor
(14)
Con-u-na-fuen-te-seen-cuen-tran/yun
pra-di-llo-de ver-dor (16)
Diferencia entre el Cid histórico o real y el Cid de ficción.
¿Ha sido utilizado ideológicamente?
El verdadero Rodrigo Díaz de Vivar fue un soldado y un jefe militar de
dotes extraordinarias, que fue desterrado dos veces por sus problemas con
Alfonso VI. En varias ocasiones no tuvo reparos en actuar como mercenario al
servicio de reyes musulmanes como el de Zaragoza, ya que luchó sobre todo para
sobrevivir y conseguir riquezas. El Cid de ficción se nos ha presentado como un
hombre que es el paladín de la cristiandad y que lucha contra los moros en una
especie de cruzada para salvar a España de la religión musulmana. Así pues,
entre el Cid real y el histórico apenas se dan coincidencias, si acaso su
extraordinaria capacidad para dirigir ejércitos.
Ideológicamente, ha sido utilizado como un héroe nacional-cristiano
representante de una Castilla de espíritu imperial que lucha contra los
invasores musulmanes. Este perfil del héroe fue muy utilizado durante la época
de Franco cuyo régimen es explicado por los historiadores como
nacional-católico.
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